jueves, 26 de septiembre de 2013

El efecto óptico de un mago primerizo.







Encontrarte en el bar
fue una apuñalada
a todos los meses que me llevó
dejar de pensarte.

Encontrarte en el bar
fue volver a encontrarme
a mi misma tras la barra
sirviéndonos de algo.

Fue cazar con la punta de un alfiler
las ilusiones perseguidas
por cientos de generaciones.
Fue amar a primera vista
de todo el público
de aquella tarde.

Fue llenar salas
vacías de sinsentido.
No había razón
que cupiera allí.

Fue dinamita que
explosiona con cualquier
roce de miradas.

Tanto me había emborrachado
para no sucumbir ante el olvido,
que aprovechó cuando estaba sobria
para mirarme a los ojos.
Y aquello sí que fue
dinamita
que implosiona.

Y ahora es como si volvieras
al escenario del crimen
para tratar de limpiarlo todo
después de tantos muertos.

Como la incontinencia
emocional
por saber
qué hubiera sido de ellos.

Quizás fue tu sonrisa
ineludible
o esa manera de desear
lo que no miras
quien enmudeció mi manía
obsesivo-compulsiva de querer
lo que no tengo.


Y entonces
pronunciaste mi nombre
y todas las conexiones sinápticas
de estas maestras de ceremonias
dejaron de conectar.

Y solo cabía tu voz en mi retina.
La retina que la proyectaba
al cristalino por el que asomaba
un iris de un marrón color noble
procedente de unos ojos
metidos en dos cuencas achinadas,
que fueron quienes enseguida
se dieron cuenta
de que lo que parecía real
no era más que un sin querer,
que no eras tú.